Dios y sus cosas, o más bien las cosas de aquellos que creen en Dios. En días como hoy, y más allá de gozar del tiempo festivo robado a la agenda, siempre recalo en la idea de la trascendencia divina. Y no tanto como una interrogación personal, porque hace años que descarté llenar con respuestas prefabricadas mis preguntas más hirientes. Prefiero militar en la duda, esa duda que aterriza en los miedos y en las soledades y que no da opción a ningún bálsamo. Ciertamente, como he escrito en alguna otra ocasión, creer en Dios significa vivir y morir más acompañado. No es mi caso, porque, aunque me esforzara en aceptar algún tipo de dogma, siempre sabría que me estoy haciendo trampas al solitario. Los habitantes de la duda permanente nos llevamos mal con la fe y con sus intangibles. Pero con independencia de la actitud personal hacia el concepto de Dios, estos días me parecen especialmente bellos para los que gozan de una fe sincera. Gentes que han construido grandes edificios de buenas acciones, porque creer los ha hecho más nobles y más humanos. Gentes que cuando rezan, aman, y amando dan algo de luz a los rincones sombríos del mundo. Va para ellos este artículo, cuya incapacidad para entender a Dios no lo inutiliza para entender a los creyentes. Hace tiempo leí una reflexión de Bertrand Russell que me pareció sublime: “Si Dios existe, no será tan vanidoso como para castigar a quienes no creen en él”. Toda idea de la trascendencia espiritual reconvertida en tortura, dolor, infierno y cualquier sentido de culpa me parece tan tortuosa como incomprensible.
No puedo entender de ningún modo ese tipo de fe que concibe un Dios castigador y punitivo, sin otra piedad que la exigencia de su dominio. Y reconozco que no me gusta la exhibición de martirio de los pasos de Semana Santa, quizás porque prefiero el Dios que renace el domingo que el que muere el viernes. La vida sobre la muerte. Pero con el Dios de las monjas de mi infancia, que enseñaba a amar al prójimo y dibujaba con renglones caritativos las líneas de la vida, con ese Dios me tuteo sin creer. Porque es la fuente de inspiración de gentes extraordinarias. Va por todos ellos. Los que creen en los dioses de la vida y no en los de la muerte. Los que aprenden a entender a los demás, cuando aprenden a creer. Los que buscan respuestas sin imponer dogmas.
Los que conciben sus creencias como una fuente de tolerancia. Los que ayudan a su prójimo porque lo conciben como su hermano. Los que gracias a Dios encuentran tiempo para construirse interiormente. Los que buscan dotar de trascendencia su paso por el mundo. Los que entienden que creer en Dios es creer en la ciencia. Los que tienen respuestas pero siguen haciéndose preguntas. Los que rezan porque aman. Para todos ellos, los creyentes del Dios del amor, feliz domingo de Resurrección.